Tenía entre 8 a 10 años, cuando escuché por primera vez la
palabra “Miserere” asociada al dolor de estómago, propiamente al cólico.
Entonces me sonó como si fuera una voz quechua. Años más tarde, supe que
proviene del latín y que significa
compadecerse, tener piedad o compasión de alguien. Su origen proviene del Salmo
50 de la Biblia vulgata de David: “Miserere mei, domine, secundum magnam
misericordiam tuam” (“Ten compasión de mí, Señor, según tu gran misericordia”).
Es el más conocido de los salmos penitenciales y tiene la forma de una súplica
de perdón, hecha por alguien que muestra claridad en el conocimiento de su
culpa y está afligido por ello y, se acerca irremediablemente a los postreros
momentos de su existencia. Antiguamente, sobre todo en la edad media, no había
forma de saber a qué se debía el dolor agudo abdominal, por lo que se
estableció una especie de relación entre
el dolor y el término miserere, porque consideraban qué quién lo padecía, no
tendría salvación. Por lo tanto se
imploraba al Señor ¡Piedad! ¡Compasión!. El dolor era tan intenso, que la
persona que lo padecía no podía soportarlo; entonces tanto familiares como vecinos al no saber qué hacer, luego de aplicarle los
enemas y los emplastos a los que apelaban como único recurso, resignados
esperaban el fatal desenlace. La noticia se extendía de boca en boca por
todo el pueblo, con el consabido… a fulano de tal le ha dado cólico miserere.
Lamentablemente al no haber diagnóstico ni menos cirugía; a aun así, se
encontrara presente un médico, por las precarias condiciones existentes, no se atrevía a intervenir. “Lo
que deba ser será” habría sentenciado Esquilo, una autoridad en tragedias. En la Europa medieval, esto sucedía muy a
menudo; con la venida de los españoles, este conocimiento del cólico miserere
se extiende por toda América hasta nuestros días. Pues encontramos en la obra
cumbre de García Márquez “Cien años de Soledad”, un pasaje en el que hace
referencia, aunque con otra connotación, al cólico miserere. “En realidad,
Remedios, la bella, no era un ser de este mundo (…) Cuando el joven comandante
de la guardia le declaro su amor, lo rechazó sencillamente porque la asombró su
frivolidad. << Fíjate qué simple es- le dijo a Amaranta.- Dice que está
muriendo por mí, como si yo fuera un cólico miserere. >>”. Valga este preámbulo, para referir el caso
ocurrido en Pampacolca, en la década del 50, cuando el suscrito, contaba con la
edad que figura al inicio del presente relato.
Oscurecía, las sombras de la noche, se apresuraban en poner
fin a un día cualquiera, la jornada terminaba como siempre de la manera más apacible.
Me encontraba parado bajo el umbral de la puerta del comedor, contemplando el
atardecer. En el jardincito que había en medio del patio grande, apareció
revoloteando un charchazua , mi Madre
que se encontraba a mis espaldas sentada en una silla, al escucharlo .-dijo: Malas noticias, que irá a pasar. En ese
preciso momento tocaron la puerta con insistencia, mi madre dijo: - Anda abre el postigo y ve quien toca tan
desesperada la puerta. (En esa época era notoria la tranquilidad que reinaba en
un pueblo como el nuestro, por eso es que era regla general dejar, durante el
día la puertas abiertas. Solamente se aseguraban por dentro con su respectiva
aldaba, antes de irse a dormir, en ese tiempo no existían las chapas), no
obstante haber corrido los aproximadamente
quince metros del patio incluido
el zaguán, al sentirme cerca la persona que había tocado, no esperó más y la
empujo hacia dentro, abriéndose; en el
recuadro apareció la silueta de una mujer joven de unos 18- 20 años,
quién al ver a mi mama, que había avanzado unos pasos en el patio, sumamente
agitada dijo: - Señora Rosita, me manda doña Carmen Llerena, dice que por favor
vaya Ud. A su casa, a un joven le ha
dado cólico miserere, está que se muere. (La mujer no supo dar razón si era
familiar o vecino de la mandante). Mi mama le respondió:- En este momento alisto mi instrumental y
voy.- Ya señora yo la espero.
En un pequeño maletín
mi madre puso una jeringa, un termómetro, algodón, un frasquito de alcohol; un
irrigador con sus respectivas cánulas, luego dirigiéndose a mí, dijo:- Me
acompañas hijito?- Vamos mama le respondí. Salimos a la calle grande, con paso
presuroso enrumbamos a la capilla, llegamos a la tienda de doña Peta, ubicada
en plena esquina al final de la calle, frente a la Iglesia de la mamita Carmen,
volteamos a la derecha hasta la otra esquina de la calle Tarapacá, otra vez a
la derecha otra cuadra más y luego a la izquierda; la casa de doña Carmen
estaba rodeada de huertas, no recordaba haber pasado anteriormente por esa
calle, al menos por ese tramo, es la Independencia, la misma que se prolonga
hasta Aynampampa, frente al Estadio actual. Durante el trayecto, mi madre,
atinó a preguntar. –Cuánto tiempo lleva padeciendo el dolor.- Hace dos días
Señora, contestó la enviada. Llegamos a la casa, a la entrada había un pequeño
patio, sobre la izquierda un cuarto grande, donde hicieron pasar a mi mamá, ahí
es donde se encontraba el enfermo. Yo me quede fuera, elegí un rincón de uno de
los dos asientos (patillas de piedra con
sus respectivos ponchos) que estaban
frente a frente en el patio. Muchas personas entraban y salían, murmuraban,
está igual no mejora ya van dos días,
creo que no se salva, pobrecito y es joven decían. Transcurrió más de media hora, observé
que del cuarto salían mujeres, llevando el irrigador, también una chapa,
(lavatorio de manos de barro cocido), se dirigían al fondo de la casa, donde
estaba ubicada la cocina; luego de un rato regresaron al cuarto con los
depósitos, con agua hirviendo. A fuera empezaba a hacer frío, me paré del
asiento, me aproximé a la puerta de entrada, me puse a pensar (y si me voy a la
casa, con quién se va mi mamá, seguramente alguien la acompañará) reflexioné, miré la oscuridad
que reinaba en la calle, tuve miedo y dije:- Achacalay, carajo, de repente me
encuentro con la Jeje (Bruja) y me lleva, mejor me quedo, regresé a mi asiento
a esperar tranquilito.
Seguía llegando
gente, algunos entraban con sus botellas de cañazo, parece que se preparaban
para lo inevitable, “El velorio”; el enfermo emitía unos quejidos lastimeros,
que me escarapelaron el cuerpo, lo que aunado al frío me hizo temblar de miedo,
me preguntaba porque demora tanto mi
madre, me sentía solo no obstante la cantidad de gente que había en la casa;
desde que entró en el cuarto no la volví a ver ni un instante. Pasaron unos
minutos, un fétido olor, salía de donde estaba el moribundo. Alguien dijo:-Ya
está en las últimas, no hay nada que hacer. Se produjo un silencio, luego de
permanecer casi una hora, mi Madre salía del cuarto, me hizo una seña, yo me acerqué y salimos. Ya en la calle,
dijo:- Pobre hombre tan joven ya no tiene salvación. -Mamá, por qué apestaba
tan feo, pregunté.- Al no poder evacuar por el recto, porque al parecer se le ha perforado el intestino, lo ha
hecho por la boca, la infección es generalizada, respondió. – Así me hubieran
llamado antes, igual no se salvaba, aunque con una intervención quirúrgica,
realizada a tiempo, por un médico, seguro que sí, agregó. Mientras seguíamos
caminado, en una noche oscura, alumbrándonos con una linterna, con dirección a
la casa, curioso como todo niño de esa edad, volví a preguntar.- Mamá, tú
hubieras podido realizar la intervención.-No,
recuerda que soy obstetriz; a estas alturas cualquier cosa que se haga ya es muy tarde, hijito dijo. -Llegamos a la casa
eran como las 8pm. Media hora más tarde, doblaban las campanas de la Iglesia,
señal de que el cólico Miserere, se llevaba una víctima más.